SÓCRATES: EL “ARTE MAYÉUTICA” Y LA IRONÍA.

Por Sergi Forgas Berdet

“Dime, Eutidemo, ¿has estado alguna vez en Delfos? ¿Has visto, en no sé que parte del templo la inscripción conócete a ti mismo?

 ¿No has prestado atención alguna a ella, o por el contrario la has grabado en tu mente y te has vuelto hacia ti mismo para examinar lo que eres?”

 

Jenofonte. Recuerdos de Sócrates, IV, 2.

 

Quien hablaba así en la antigua Atenas del siglo V a.C. era uno de los personajes más influyentes y controvertidos de la cultura occidental, alguien que se sorprendía de que sus conciudadanos examinaran tan cuidadosamente las mercancías antes de adquirirlas en el mercado, y en cambio dedicaran tan poco tiempo a examinar su propia vida, y que creía firmemente que una vida sin examen no merece la pena ser vivida.

 

No escribió una sola línea en toda su vida, y no porque no dominara la escritura, sino porque consideraba que la palabra fosilizada en un texto escrito es palabra muerta, no tiene ningún valor formativo. Del diálogo vivo, del contacto y la confrontación entre seres humanos puede surgir un atisbo de verdad que nos haga más auténticos y mejores, “me gusta aprender, Fedro, – afirmaba– y el caso es que los campos y los árboles no quieren enseñarme nada; pero sí, en cambio, los hombres de la ciudad.”

 

Dicho personaje, Sócrates, hijo del escultor Sofronisco y de la comadrona Fenarete, nació en Atenas el año 470 a.C. y murió en esta misma ciudad, condenado a beber la cicuta, el año 399 a.C. Tenía fama de ser extremadamente feo, pero con una fealdad que fascina: nariz plana y arremangada, ojos prominentes, labios gruesos y carnosos y vientre pronunciado. Iba, además, generalmente desaseado, mal vestido y descalzo. Descuidaba los asuntos mundanos, y las trifulcas con su mujer, Xantipa, eran proverbiales en su ciudad.

 

Sin embargo, tenía un carácter simpático, atractivo y seductor, que ejercía en quienes le conocían un extraño y poderoso magnetismo personal. Fue un personaje que causó un fuerte impacto en sus contemporáneos, porque en las obras de la época se encuentran múltiples referencias, tanto en forma de entusiastas alabanzas como de ácidas críticas. Parece que, desde luego, no dejaba a nadie indiferente: despertaba grandes amores o grandes odios.

 

Por su actitud, sus conciudadanos le impusieron un mote: “el tábano de Atenas”, haciendo alusión a su continua, incansable y muchas veces molesta labor de despertar las conciencias, dormidas en el apacible sueño de las ideas recibidas y no cuestionadas:

 

“Mi buen amigo, –dice a sus conciudadanos- , ¿no te avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás riqueza, fama y honores y, en cambio, no te preocupas por la inteligencia y la verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible […]. Enseñaré todo esto a todo aquel con el que me encuentre, joven o viejo, forastero o ciudadano […] intentando persuadirles para que no ocupen ni de los cuerpos ni de los bienes antes que del alma, a fin de que ésta sea lo mejor posible”.

Platón. Apología, 29d ss.

 

Una de las aportaciones más influyentes de Sócrates es la de su particular método de diálogo, que él llamaba “arte mayéutica”. Cuando sus conciudadanos preguntaban a Sócrates por su ocupación, él solía contestar, irónicamente, que tenía el mismo oficio que su madre, la comadrona Fenarete (“mayéutica” en griego significa “obstetricia”). Igual que ella, afirmaba, su oficio era ayudar a engendrar, solamente que él no se ocupaba de  los cuerpos sino de las almas, es decir ayudaba a engendrar los pensamientos en el alma del interlocutor.

 

Sócrates insistía en que él mismo era estéril e incapaz de engendrar, lo que significa que no podía (o tal vez mejor no quería) dar su opinión sobre los asuntos que trataba con sus interlocutores. Decía asimismo que la causa de su impotencia personal  (y, paradójicamente de su potencia interpersonal, ya que sus enseñanzas tenían un gran efecto transformador sobre las personas) era que los dioses le habían impuesto esta tarea: no procrear, sino ayudar a procrear. Por eso Sócrates no se definía a sí mismo como un sabio (recordemos su famoso lema “Sólo sé que no sé nada “) sino como alguien que hace engendrar o producir en otros la sabiduría. Su actitud partía de un convencimiento, el de que todos poseemos en nosotros la sabiduría necesaria para una buena vida, basta con que alguien nos ofrezca la ocasión de re-descubrirla:

 

“… muchos me reprochan que siempre pregunto a otros y yo mismo no doy ninguna respuesta por mi falta de sabiduría, y es, efectivamente, un justo reproche […]. Así es que no soy sabio en modo alguno, ni he logrado ningún descubrimiento que haya sido engendrado por mi propia alma. Sin embargo, los que tienen trato conmigo, aunque parecen algunos muy ignorantes al principio, en cuanto avanza nuestra relación, todos hacen admirables progresos[…]. Y es evidente que no aprenden nunca nada de mí, pues son ellos mismos y por sí mismos los que descubren y engendran muchos pensamientos bellos.”                  – Platón. Teeteto, 149e-150d-

 La mayéutica, o arte de dar a luz, consiste en llevar al interlocutor al descubrimiento de la verdad mediante una serie de preguntas, y la exposición de las perplejidades, paradojas y contradicciones a que van dando origen las respuestas. Diálogo es, para Sócrates, “simplemente saber preguntar y responder. Mi enfermedad –decía– es no saciarme nunca de discutir” (Cratilo, 390c).

 

Así, el interlocutor llega, por fin, a engendrar la verdad, descubriéndola por sí mismo y en sí mismo. Es un proceso de despertar y alumbrar en la propia alma, en la mente, los conocimientos que dormían en ella a la sombra de la comodidad de lo “no preguntado”, de lo “no puesto en duda”. No se trata de poner (imponer) en el interlocutor un saber distinto de él mismo, sino de dar a leer en él los conocimientos y saberes que ya tiene.

 

Para él, la verdad está ya en nuestra alma, pero está como escondida, como dormida, y se necesita hacerla aparecer. Si re-flexionamos, en el sentido literal de la palabra, es decir, si giramos la mirada, en lugar de hacia fuera, hacia nuestro interior y nos investigamos a nosotros mismos, descubriremos que sí sabemos lo que es justo y lo que es injusto, si una acción es generosa o egoísta, en qué consiste el auténtico valor y la verdadera amistad, etc. Sabemos todo esto, pero hay que hacer este esfuerzo hacia nuestro interior para extraer de allí el saber auténtico. Y esto nos permitirá, en consecuencia, orientar nuestra propia vida hacia la “areté”, la virtud o excelencia del hombre auténticamente feliz, que para Sócrates es el hombre bueno, no el que acumula riquezas, consigue el éxito político o la fama.

 

El diálogo socrático empezaba siempre con una peculiar forma de confrontación con las propias  insuficiencias: la ironía. La ironía consistía en llevar a quien hablaba con él, que en un principio estaba seguro de saber de qué hablaba, hasta el reconocimiento de la ignorancia que se oculta en ese supuesto saber. Para ello, Sócrates, que sólo sabe que nada sabe, preguntaba con curiosidad al otro, que entonces tenía que manifestar su opinión.

 

Al principio, Sócrates se mostraba muy satisfecho con la explicación que el otro daba sobre, por ejemplo, la valentía, la amistad, el amor, la justicia, etc. pero inmediatamente señalaba que había una o dos pequeñas dificultades que le gustaría clarificar. Iba entonces haciendo preguntas, dejando que fuese el otro quien más hablase, pero dirigiendo él hábilmente la conversación, de manera que al final quedara puesto en evidencia lo inadecuado de la definición inicial del interlocutor. Sócrates conseguía así que su contrincante se diera cuenta de su propia ignorancia, con lo que tenía que volver sobre sus pasos y proponer una nueva definición. Así avanzaba el proceso hasta llegar, o no, a un final más o menos definitivo. De este modo se abría la posibilidad, según Sócrates, de intentar avanzar entre todos hacia un conocimiento mejor, constituyendo así el diálogo.

 

Creía, pues, que no hay peor ignorante que aquel que cree que sabe lo suficiente, ya que éste difícilmente va a estar en disposición de seguir avanzando, instalado como estará en la indolencia de su falso saber:

 

“Precisamente en este aspecto es un mal la ignorancia: en que aquel que no es bello, bueno ni sensato crea que lo es bastante. Es seguro que quien no cree estar carente de nada, no desea aquello de lo no cree carecer.”

 Platón. Banquete, 204 a.

 

Su ironía, su confesión de ignorancia eran sinceras. Él en realidad no sabía, pero quería ayudar a los demás a reflexionar por sí mismos y a pensar seriamente en la vital tarea de cuidar de sus almas.

 

Su hábil ironía producía el efecto inicial del desconcierto y la confusión. Creo saber algo, estoy seguro de esa verdad y ahora me encuentro con que no sé nada de lo que creía saber. Para Sócrates este momento de vacío, de confusión, era la oportunidad de oro para abrirnos a la posibilidad de construir algo nuevo, para lo que sin duda antes debemos vaciarnos de lo antiguo. Confundiendo y desconcertando a su interlocutor creía Sócrates que le estaba haciendo un gran favor, ya que le ponía en la disposición de poder llegar a un saber más fundado y seguro.

 

En un conocido pasaje del diálogo platónico, el Menón, Sócrates dialoga con un esclavo ignorante de las matemáticas que, sin embargo, cree saber la solución a un sencillo problema geométrico. Al llevarle con hábiles preguntas a darse cuenta de su ignorancia, el esclavo se queda perplejo y confundido. Sócrates entonces comenta con su amigo Menón:

 

“Al comienzo creía saber y respondía con seguridad, como quien sabe, sin tener ningún sentimiento de la dificultad existente. Actualmente tiene conciencia de sus problemas, y si no sabe, al menos no cree saber […] Embrollándole, pues, y aturdiéndole, ¿le hemos hecho daño? […] ¿Crees tú, pues, que él habría estado dispuesto a investigar y a aprender una cosa que él no sabía, pero que creía saber, antes de haberse sentido perplejo por haber llegado a tener conciencia de su ignorancia y de haber concebido el deseo de saber? […] Por tanto, le ha sido beneficioso haber quedado aturdido, ¿no?

Platón. Menón. 84

 Todo este juego aparentemente intelectual tenía para Sócrates un sentido eminentemente práctico: el de educar al hombre por medio de un continuo ejercicio en busca de la “areté”, de la excelencia personal, que para él era la armonía entre belleza, justicia y amor, expresada en la síntesis de las cualidades de “agathós” (bueno), “kalós” (bello) y “díkaios” (justo). Quería promover el nacimiento de ideas verdaderas en el alma no con fines especulativos o pedantes, sino porque estaba convencido que para el buen gobierno de la propia vida es esencial tener un conocimiento claro de la verdad.

 

Esta era la “misión” de Sócrates, la tarea que, según decía, le había encomendado la voz de un “daimon” o espíritu que sentía en su interior desde joven: estimular a los hombres a que cuidaran de su más noble posesión, su alma, y tratasen de adquirir la sabiduría y la excelencia personal. Si era implacable y demoledor con las opiniones superficiales, no lo era por pedantería y deseo de manifestar su superioridad, sino por un afán sincero de promover lo mejor en sus interlocutores y en él mismo. Sócrates promovía la virtud, entendida como la disposición que nos encamina hacia la verdadera utilidad del hombre, que contribuye a que este logre su felicidad verdadera: la salud y la armonía del alma.

 

En el año 399 a.C., contando Sócrates setenta años de edad, fue acusado de impiedad y corrupción de los jóvenes por un grupo de ciudadanos que representaban la reacción airada de la cultura adquirida y tradicional contra un pensamiento y una actitud, la de Sócrates, que rechazaba todo lo cómodamente adquirido y convencionalmente aceptado. Se trataba de hacer callar a alguien molesto e importuno cuyo auditorio y seguidores, sobre todo jóvenes, no terminaba de aumentar. Fue condenado a beber la cicuta y murió rodeado de sus discípulos, con una entereza de ánimo ejemplar: fue sin duda la última y más impresionante de sus lecciones.

 

Bibliografía básica:

Jenofonte. Recuerdos de Sócrates. Alianza Editorial. Madrid, 1971.

Platón. Diálogos. Gredos. Madrid, 1981.

Copleston, F. Historia de la Filosofía.  Ariel, Barcelona, 1981.

Chatelet, F. Historia de la Filosofía. Espasa Calpe. Madrid, 1976.

Ferrater Mora, J. Diccionario de Filosofía. Alianza editorial. Madrid, 1980.

Jaeger, W. Paideia. FCE, México, 1978.

Lledó, Granada, Villacañas, Cruz. Historia de la Filosofía. Santillana.